miércoles, 31 de octubre de 2012

Y... ¡Vamos que nos vamos!

Faltan menos de seis horas para empezar este loco certamen. Serán seis horas en las que tengo que lidiar con:

  • Acabar de perfilar las tramas y subtramas.
  • Apuntarme las sinopsis de cada capítulo de cada una de las tres partes.
  • Terminar las fichas de uno de los personajes principales.
  • Hacer los panallets para toooooda la familia, para la cena de esta noche.
  • Descansar (importante), buscando un hueco para poder hacerlo.
  • Acabar borracho como una cuba en casa de mi hermano cuando, después de cenar, saque las botellas de orujo.
Entonces será medianoche, hora inicial de la National Novel Writing Month. Desde ese momento sólo tengo que escribir, y escribir, y... llegar cada día, como mínimo, a las 1.667 palabras.

Me hace ilusión participar en este embrollo. También me da algo de miedo. Un miedo personal sobre el que cuentan muchas cosas. Veremos si soy capaz de hacerlo.

Sólo hay una cosa que me pueda estropear la continuidad, y se llama Asturias, y se llama Trabajo, y se llama Una Vida Nueva. Así que... si todo va bien, o una cosa o la otra.

Sed buenos y felices... y comeos los unos a los otros, ¡pardiez!

domingo, 28 de octubre de 2012

¡Otro menos!

Llevo la cuenta atrás desde hace unos días. En breve -muy breve- empezará el NaNoWriMo, y aún tenía dos cosas qué enviar. La primera ha sido hoy, hace un rato, para el I Certamen de la asociación Esmater. Un micro de 300 palabras de terror. A ver qué tal les sienta... La segunda es un relato, algo más largo, para la página Web del Terror, donde hay que enviar una historia -de hasta 5.000 palabras- con la misma temática (terror/fantástica/fosca), con un único requisito: que deben tratar sobre el fin del mundo (algo que ocurrirá, según dicen, el 12 de Diciembre, así que no sé para qué voy a enviarlo...). 

Después de este último... lo dejo. Pero durante un mes, que va a ser intenso... caótico (para mí), pues voy a estar esos 30 días "encerrado", participando en el NaNoWriMo. Voy a ir a por la novela que nunca acabé, la Bahía de los Condenados, parada desde el 2008. Quiero hacerla nueva por completo. Con algunos de los personajes que ya utilicé la primera vez, otros serán nuevos (aprovecho protagonistas que he ido creando en otros relatos y que les tengo mucho aprecio). El escenario también será diferente, más cercano, más de aquí. Asturias, ni más ni menos, ni más ni menos... La temática será la misma. 

Esta vez voy a tirar de Scrivener. Llevo un par de meses trabajando con este programa y la verdad es que funciona de maravilla. Sea novela, relato, micro... Qué más da. Ya tengo la ficha de los personajes, la trama, las subtramas, las sinopsis de los capítulos, de las partes, de la novela entera.

Tengo muchísimas ganas de hacerlo, de hacerla, por fin; y para eso sólo tengo 30 días. Es todo un reto (más personal que otra cosa), porque después vendrá el tiempo de las correcciones, de los cambios, de las equivocaciones y los dolores de cabeza. Quizá será también el tiempo de darme cuenta de que, cabe la posibilidad, tenga que apretar la tecla de suprimir y enviar todo lo escrito a la basura, porque quizá no valgo para algo tan grande. Pero sé que si no lo pruebo nunca lo voy a saber.

Todo es cuestión de tiempo, y es algo que llevo semanas planteándome seriamente. Problemas profesionales, cambios en mi vida, disgustos y alegrías... y todo lo contrario... en fin. Creo que necesito un buen cambio, a ser posible radical, porque me da la sensación de estar metido en un puto agujero del que quiero salir sí o sí. Por eso quizá me haga falta plantearme las cosas y aprovechar el tiempo, porque necesito tiempo. 

Mucho.

viernes, 26 de octubre de 2012

¡Uno menos!


¡Por fin!

Creía que no sería posible conseguirlo, pero finalmente ha podido ser. Después de tantos días rompiéndome la cabeza entre unas cosas y otras, textos, escritos, trabajo, "accidentes" de la vida diaria... Hoy se ha hecho realidad. Bueno, tanto como realidad... Al menos lo he acabado, y eso es mucho.

Escribir un primer borrador de relato es una cosa fácil cuando se tiene la historia visualizada en la mente. Lo más arduo es que ese primer borrador pase a ser un original. Buscar el vocabulario adecuado, asimilar las frases al ambiente que se quiere dar al reato, estructurar lo mejor posible el transcurso de esa historia, saber dónde cortar, dónde rellenar, dónde desechar... hasta que tienes "algo" más o menos parecido a tu idea inicial. Es posible también que no se le parezca en nada a lo que debía ser en un principio (ocurre la mayoría de las veces), pero bueno... es cosa "del directo", ¿no? Después de todo esto lo dejas en barbecho y a dormir.

Tres días después lo coges con ganas, sin recordar muchas de las cosas que has escrito (una manera de hablar, claro), y viendo todos y cada uno de los fallos ortográficos (que en mi caso son pocos, algo de bueno tengo), se corrigen y se hace una segunda lectura de comprobación. Luego lo dejo descansar un día o dos más.
La tercera vez ya voy directo al papel, imprimiéndolo antes de echarle el vistazo. Suelo dejarlo apartado y hacer mil -1.000, como lo digo- cosas más. Cuando llega la noche, después de cenar, y tumbado en la cama con el silencio como único acompañante, le doy ese Gran Repaso, bolígrafo rojo en mano. Tachones, apuntes, marcas de repeticiones, anotaciones al pie de página, al cabeceo, por los laterales, en la parte de detrás de la hoja... Y duermo. Al día siguiente compruebo todo lo que hice y pienso: "-¡Oh, Dios! Si hay más rojo que negro..." Y ahí es donde me planteo dejarlo y empezar uno nuevo (como fue el caso de éste, que es la tercera versión de la historia que tenía en mente).

Dos repasos más. Dejar a algún colega (cuando hablo de colega me refiero a otro escritor, a ser posible mucho mejor que yo, y eso es fácil), ver qué impresiones me da, qué correcciones haría él/ella, por dónde llevaría los tiros... hasta que lo vuelvo a corregir una vez más. Esta es la parte más reconfortante pues es la primera vez que tu escrito es visto por una persona ajena. Persona a la cual siempre se le ha de agradecer, pues bastante faltos de tiempo vamos los que nos dedicamos a esto, aunque sea por afición, pues escribir un relato, al contrario de lo que piensa mucha gente, es MUY largo de hacer. A todo esto, y nunca me cansaré de decirlo: gracias a todos los que me habéis corregido algún relato, a los que e estáis corrigiendo en estos momentos, y a los que me los corregiréis en un futuro, ¡¡¡porque lo haréis!!!

Finalmente, después de lo que fue un primer borrador, escrito en unas cuantas horas, acaba llegando el relato que ha tardado una semana en gestarse de verdad.

Y hoy, por fin, he podido enviarlo para la convocatoria de Calabazas en el Trastero. Espero tener suerte.

¿Que qué es Calabazas en el Trastero? Pues... buscadlo vosotros mismos, porque si estáis leyendo esto es que tenéis Internet (y todos conocemos a San Google).

Apa doncs, ahí queda eso.

Hasta la próxima... chorrada.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Se llamaba... Barcelona

Quizá sea porque mi edad me incita a dejar escritos los recuerdos, o porque esta enfermedad está degenerando hasta el punto de hacerme pensar que, en tan solo unos días, puede que termine aquí mi cometido. Pensarán que estoy loco; que el abuso desmesurado de mi juventud no hizo más que lacerar mi cuerpo, por aquel entonces inmaculado y bendecido por la gracia de algún Dios de la antigüedad, y que el paso de ese tiempo destilado en el conspicuo brebaje causaron menoscabo en aquel muchacho inocente que un día fui.
Dejo aquí, de mi propio puño y letra, el relato que me condujo al principio de un camino llano y amplio, transformándose en un angosto callejón oscuro y tenebroso, del que no cabía salida alguna.

Terminó la guerra, allá por el año doscientos del segundo milenio. Un conflicto bélico que devastó el amplio mundo del que ahora sólo tienen constancia a través de los ficheros holográficos. Si, señoras y señores. Ese orbe azul y verde, de complicadas y celebérrimas civilizaciones, tal y como lo estudian ahora, un día existió. Pero la guerra del miedo lo arrasó todo. Las creencias religiosas, que habían deteriorado el pensamiento de la humanidad con el paso de los siglos, encendieron la mecha de la autodestrucción en el año dos mil doce; fecha en la que una antigua población indígena profetizó el fin del mundo. Como pueden comprobar, no fue así… del todo. Después de esos casi doscientos años, el conflicto llegó a su fin, sumiendo a los vencedores en un estado polvoriento de ruinas y pobreza. Y ahí, en ese mismo escenario, es cuando aparezco yo de entre los escombros, malviviendo una existencia huérfana y desorientada.

Se llamaba Barcelona, según investigué años más tarde.
Me encontraba caminando por los diques que separaban la tierra del mar, cerca de los comercios de abastecimiento. No era más que un escuálido niño que conseguía mantenerme con vida, hurtando aquí y allá algunas píldoras alimenticias de tercera gama, acompañándolas con sobres de gel hidratante, para que su engullimiento no fuera tan desabrido.
En una de las oportunidades que gocé para aprovisionarme, el mercader salió tras de mí, enarbolando una vara larga y afilada para darme caza. Mis pies descalzos no concebían el dolor que causaba el avance entre los bloques de hormigón derruidos y el áspero tacto de una playa fosilizada, que delimitaba con los malecones. Antes de que el tendero hostigara aquel pequeño superviviente que era yo, mis maltrechos pies hicieron que de un tropiezo cayera sobre la arena, hundiendo la cara en ella. El dolor que me causaba los atices de aquella vara se convirtió en una simple quemazón, cuando mi espalda dejó de percibir la dolencia de los enfurecidos azotes. Y cuando temblaba sin saber qué ocurriría después, una voz quebrantó el ensañamiento, haciendo que los ataques cesaran. Esa voz, melosa y segura, intercambió algunas palabras con mi atacante, haciendo que éste se olvidara de mí.
—Vamos, pequeño —escuché entre la arena que se había introducido por mis orejas.
Al alzar la vista, frente a mis ojos, un gato negro de pelaje áureo me observaba receloso a pocos centímetros de mi cara. Lamió con áspera lengua la arena que había quedado adherida a mi rostro, formando una amalgama sabulosa que exfoliaba mi piel. Una mano enguantada me ayudó a levantar.
—Me llamo Nicolás —me dijo el hombre que se erguía frente a mí.

Íbamos camino de su morada mientras me explicaba que había llegado años atrás, antes de terminar el conflicto. Era descendiente de una familia de nobles rusos que abandonaron todos los países donde el exilio se extinguió por causas políticas de supervivencia.
Yo lo miraba, impertérrito y desconfiado, pues sus andares eran igual de anormales que su vestimenta, donde el negro era el único color que lo cubría. El gato, complemento de aquel extraño, se dejaba transportar con suma tranquilidad apresado en uno de sus brazos, mientras con la otra mano le acariciaba el etéreo pelaje del lomo.

Cruzamos parte de la ciudad, sorteando los escombros de la destrucción, hacia una zona desconocida para mí. Allí, entre la runa que ocupaba las calles, se alzaban aún viejos edificios de grandes y bellas construcciones. Algunos conservaban su estructura original donde, según me explicaba, habían vivido las familias más bien posicionadas de la extinta sociedad. Se detuvo ante una verja solemne y oxidada, que nos esperaba entreabierta.
Se escuchaban gritos y risas antes de llegar a la entrada de la mansión. Una vez dentro, en lugar de enseñarme dónde se encontraba la gente que creaba aquella algarabía de risotadas y música, me agarró del pescuezo con fuerza, obligándome a penetrar en una lóbrega estancia repleta de jóvenes atemorizados. Cerró la puerta tras de mí.

La iluminación era tan escasa que pronto recibí empujones y golpes al lastimar con mis pies a los allí tendidos, pidiendo perdón mientras me acurrucaba en una esquina.
—Me llamo Samuel —dijo una voz a mi lado.
—¿Qué hacemos aquí? —le pregunté.
—No lo sabemos aún —se pronunció uno de los chicos que me había golpeado—. Ese hombre nos trajo aquí, como ha hecho contigo. Y siempre que trae a uno nuevo, menciona un número. ¿Cuál eres tú?
—No lo sé.
—Debes ser el veinte —comentó el joven que me habló por primera vez—. Pues yo fui el último en llegar, antes que tú; y soy el diecinueve.
El resto de niños estaban callados, mirándome con ojos asustadizos por el incierto futuro que nos esperaba. Quedamos todos en silencio con el único sonido de nuestra respiración, y el jolgorio que provenía de la estancia contigua.
De pronto, la música cesó. El murmullo de risas y gritos se apagaron lentamente dando paso a un frenesí de aplausos que callaron pasado un instante. Entonces, la puerta se abrió. Entraron dos hombres, portadores de cadenas que nos fueron puestas en uno de nuestros pies. Arrancaron nuestras ropas y desfilamos desnudos por el pasillo hasta entrar en un gran salón. Y allí, rodeados de miradas lascivas, nos anclaron a cada uno en la veintena de columnas que circundaban la habitación.
—Primero debéis comer algo —nos dijo el llamado Nicolás, sirviéndonos una racima de píldoras unidas por un cordel—. Os hará falta obtener las fuerzas necesarias para lograr satisfacer a mis clientas.
No entendía qué quería de nosotros, pues en un principio pensé que acabaríamos siendo deportados a las filas combatientes del conflicto, que aún se desataba en el sur del planeta. Tras haber ingerido el alimento, nos obsequió con un brebaje desconocido. Un líquido glauco y brillante al que le dio lumbre con un pequeño útil que creaba una minúscula llama.
—No tengáis miedo por el fuego —comentó, incendiando los respectivos vasos que también sostenían aquellas mujeres—. En cuanto sea consumido debéis beberlo sin miedo, de un solo trago.
Las señoras se fijaban en nosotros con miradas sibilinas; nos agredían visualmente con sus lascivas lenguas, que recogían el brebaje escurrido por sus labios. Entonces vi cómo mis compañeros depositaban los vasos ya vacíos sobre las mesas contiguas. Olí aquel líquido y un aroma dulzón se filtró por mis fosas nasales hasta clavárseme en el cerebro. Lo engullí con miedo, sin pensar. Acto seguido, aquellas mujeres se acercaron hilarantes hacia nosotros, cada una tenía asignada un número. Una de ellas, algo madura, de tez blanquecina y largos rizos del color de la sangre, se desnudó ante mí y sus manos recorrieron mi mal alimentado cuerpo, accediendo a lugares que sólo una madre tenía el derecho a llegar. Así, manoseándome, presa de la lujuria y el éxtasis, tomó mi carne entre sus labios para degustarla con placer.
El líquido causó un efecto en mi cabeza, nublándome la vista, haciendo que mis ojos distorsionaran lo que ante mí se representaba, no viendo más que una grotesca bacanal de la que fui partícipe contra mi voluntad; pero que mi cuerpo reaccionó ante el estímulo, encontrándome, sin ser consciente, embistiendo a la mujer del pelo incendiario que me daba la espalda, apoyada sobre la mesa.
Gritos, jadeos y risas inundaban aquel salón gobernado por un hombre vestido de negro, que se hallaba sentado en lo alto de un trono, sobre nuestras cabezas; con el único afán de disfrutar ante la orgía mientras acicalaba el pelo rebelde de su felino.

No sé si aquella noche, Nicolás disfrutó de algo más que con las vistas. Lo único que consigo recordar es el estado en que quedó mi cuerpo después de vaciarme dentro de aquella mujer, que ahogó con sus gritos orgásmicos al resto de copartícipes; y el dinero que pagó por mí, y por la gran caja de madera que contenía una buena cantidad de botellas, contenedoras de la concupiscente poción verde.

Se llamaba Ana y fue mi dueña durante los años que siguieron al final de la guerra. Con ella pasé la gran parte de su vida, esclavizado en el lecho, junto a botellas y vasos vacíos; con el único fin de hacerme servir como objeto sexual. Me acomodé a ello, hasta que un día quedó embarazada. La podredumbre de aquella época no ayudó en el parto, quedándose ella en la mesa, sin vida; convirtiendo a un hombre sin libertad en padre.
Me hice cargo del retoño y conseguí escapar, siendo polizón en el transbordador que nos llevó a una nueva vida lejos de aquel mundo sin esperanza.

Hello world! (o como decimos aquí: buenas...)



El nacimiento de este nuevo blog no es otro que el de escribir. Sí. Así, sin más. Sólo se trata de escribir, teclear lo que piensas, lo que ves, y darle forma a través de las palabras. No se trata de un diario personal (al alcance de todo el mundo), ni de un lugar donde venir a quejarme de lo mal que va el mundo (todos lo sabemos); tampoco de un boletín periódico donde comentar las veces que voy a visitar el baño, o lo bien que le quedan los shorts a la vecina de la ventana de enfrente.

Escribir entradas sin ton ni son, relatos, divagaciones, comentarios, paranoias, descubrimientos, proyectos literarios, opiniones personales... Vamos... lo que me dé la gana.

Espero que el que se pase por este rincón virtual sepa que hay otras maneras mejores para aprovechar el tiempo, aunque agradeceré que, como mínimo, se respete el contenido.

Y como las presentaciones no son mi fuerte, aquí dejo esta primera entrada y me voy a fumar un cigarrillo a la terraza, para investigar qué se ve Desde mi ático...