miércoles, 24 de octubre de 2012

Se llamaba... Barcelona

Quizá sea porque mi edad me incita a dejar escritos los recuerdos, o porque esta enfermedad está degenerando hasta el punto de hacerme pensar que, en tan solo unos días, puede que termine aquí mi cometido. Pensarán que estoy loco; que el abuso desmesurado de mi juventud no hizo más que lacerar mi cuerpo, por aquel entonces inmaculado y bendecido por la gracia de algún Dios de la antigüedad, y que el paso de ese tiempo destilado en el conspicuo brebaje causaron menoscabo en aquel muchacho inocente que un día fui.
Dejo aquí, de mi propio puño y letra, el relato que me condujo al principio de un camino llano y amplio, transformándose en un angosto callejón oscuro y tenebroso, del que no cabía salida alguna.

Terminó la guerra, allá por el año doscientos del segundo milenio. Un conflicto bélico que devastó el amplio mundo del que ahora sólo tienen constancia a través de los ficheros holográficos. Si, señoras y señores. Ese orbe azul y verde, de complicadas y celebérrimas civilizaciones, tal y como lo estudian ahora, un día existió. Pero la guerra del miedo lo arrasó todo. Las creencias religiosas, que habían deteriorado el pensamiento de la humanidad con el paso de los siglos, encendieron la mecha de la autodestrucción en el año dos mil doce; fecha en la que una antigua población indígena profetizó el fin del mundo. Como pueden comprobar, no fue así… del todo. Después de esos casi doscientos años, el conflicto llegó a su fin, sumiendo a los vencedores en un estado polvoriento de ruinas y pobreza. Y ahí, en ese mismo escenario, es cuando aparezco yo de entre los escombros, malviviendo una existencia huérfana y desorientada.

Se llamaba Barcelona, según investigué años más tarde.
Me encontraba caminando por los diques que separaban la tierra del mar, cerca de los comercios de abastecimiento. No era más que un escuálido niño que conseguía mantenerme con vida, hurtando aquí y allá algunas píldoras alimenticias de tercera gama, acompañándolas con sobres de gel hidratante, para que su engullimiento no fuera tan desabrido.
En una de las oportunidades que gocé para aprovisionarme, el mercader salió tras de mí, enarbolando una vara larga y afilada para darme caza. Mis pies descalzos no concebían el dolor que causaba el avance entre los bloques de hormigón derruidos y el áspero tacto de una playa fosilizada, que delimitaba con los malecones. Antes de que el tendero hostigara aquel pequeño superviviente que era yo, mis maltrechos pies hicieron que de un tropiezo cayera sobre la arena, hundiendo la cara en ella. El dolor que me causaba los atices de aquella vara se convirtió en una simple quemazón, cuando mi espalda dejó de percibir la dolencia de los enfurecidos azotes. Y cuando temblaba sin saber qué ocurriría después, una voz quebrantó el ensañamiento, haciendo que los ataques cesaran. Esa voz, melosa y segura, intercambió algunas palabras con mi atacante, haciendo que éste se olvidara de mí.
—Vamos, pequeño —escuché entre la arena que se había introducido por mis orejas.
Al alzar la vista, frente a mis ojos, un gato negro de pelaje áureo me observaba receloso a pocos centímetros de mi cara. Lamió con áspera lengua la arena que había quedado adherida a mi rostro, formando una amalgama sabulosa que exfoliaba mi piel. Una mano enguantada me ayudó a levantar.
—Me llamo Nicolás —me dijo el hombre que se erguía frente a mí.

Íbamos camino de su morada mientras me explicaba que había llegado años atrás, antes de terminar el conflicto. Era descendiente de una familia de nobles rusos que abandonaron todos los países donde el exilio se extinguió por causas políticas de supervivencia.
Yo lo miraba, impertérrito y desconfiado, pues sus andares eran igual de anormales que su vestimenta, donde el negro era el único color que lo cubría. El gato, complemento de aquel extraño, se dejaba transportar con suma tranquilidad apresado en uno de sus brazos, mientras con la otra mano le acariciaba el etéreo pelaje del lomo.

Cruzamos parte de la ciudad, sorteando los escombros de la destrucción, hacia una zona desconocida para mí. Allí, entre la runa que ocupaba las calles, se alzaban aún viejos edificios de grandes y bellas construcciones. Algunos conservaban su estructura original donde, según me explicaba, habían vivido las familias más bien posicionadas de la extinta sociedad. Se detuvo ante una verja solemne y oxidada, que nos esperaba entreabierta.
Se escuchaban gritos y risas antes de llegar a la entrada de la mansión. Una vez dentro, en lugar de enseñarme dónde se encontraba la gente que creaba aquella algarabía de risotadas y música, me agarró del pescuezo con fuerza, obligándome a penetrar en una lóbrega estancia repleta de jóvenes atemorizados. Cerró la puerta tras de mí.

La iluminación era tan escasa que pronto recibí empujones y golpes al lastimar con mis pies a los allí tendidos, pidiendo perdón mientras me acurrucaba en una esquina.
—Me llamo Samuel —dijo una voz a mi lado.
—¿Qué hacemos aquí? —le pregunté.
—No lo sabemos aún —se pronunció uno de los chicos que me había golpeado—. Ese hombre nos trajo aquí, como ha hecho contigo. Y siempre que trae a uno nuevo, menciona un número. ¿Cuál eres tú?
—No lo sé.
—Debes ser el veinte —comentó el joven que me habló por primera vez—. Pues yo fui el último en llegar, antes que tú; y soy el diecinueve.
El resto de niños estaban callados, mirándome con ojos asustadizos por el incierto futuro que nos esperaba. Quedamos todos en silencio con el único sonido de nuestra respiración, y el jolgorio que provenía de la estancia contigua.
De pronto, la música cesó. El murmullo de risas y gritos se apagaron lentamente dando paso a un frenesí de aplausos que callaron pasado un instante. Entonces, la puerta se abrió. Entraron dos hombres, portadores de cadenas que nos fueron puestas en uno de nuestros pies. Arrancaron nuestras ropas y desfilamos desnudos por el pasillo hasta entrar en un gran salón. Y allí, rodeados de miradas lascivas, nos anclaron a cada uno en la veintena de columnas que circundaban la habitación.
—Primero debéis comer algo —nos dijo el llamado Nicolás, sirviéndonos una racima de píldoras unidas por un cordel—. Os hará falta obtener las fuerzas necesarias para lograr satisfacer a mis clientas.
No entendía qué quería de nosotros, pues en un principio pensé que acabaríamos siendo deportados a las filas combatientes del conflicto, que aún se desataba en el sur del planeta. Tras haber ingerido el alimento, nos obsequió con un brebaje desconocido. Un líquido glauco y brillante al que le dio lumbre con un pequeño útil que creaba una minúscula llama.
—No tengáis miedo por el fuego —comentó, incendiando los respectivos vasos que también sostenían aquellas mujeres—. En cuanto sea consumido debéis beberlo sin miedo, de un solo trago.
Las señoras se fijaban en nosotros con miradas sibilinas; nos agredían visualmente con sus lascivas lenguas, que recogían el brebaje escurrido por sus labios. Entonces vi cómo mis compañeros depositaban los vasos ya vacíos sobre las mesas contiguas. Olí aquel líquido y un aroma dulzón se filtró por mis fosas nasales hasta clavárseme en el cerebro. Lo engullí con miedo, sin pensar. Acto seguido, aquellas mujeres se acercaron hilarantes hacia nosotros, cada una tenía asignada un número. Una de ellas, algo madura, de tez blanquecina y largos rizos del color de la sangre, se desnudó ante mí y sus manos recorrieron mi mal alimentado cuerpo, accediendo a lugares que sólo una madre tenía el derecho a llegar. Así, manoseándome, presa de la lujuria y el éxtasis, tomó mi carne entre sus labios para degustarla con placer.
El líquido causó un efecto en mi cabeza, nublándome la vista, haciendo que mis ojos distorsionaran lo que ante mí se representaba, no viendo más que una grotesca bacanal de la que fui partícipe contra mi voluntad; pero que mi cuerpo reaccionó ante el estímulo, encontrándome, sin ser consciente, embistiendo a la mujer del pelo incendiario que me daba la espalda, apoyada sobre la mesa.
Gritos, jadeos y risas inundaban aquel salón gobernado por un hombre vestido de negro, que se hallaba sentado en lo alto de un trono, sobre nuestras cabezas; con el único afán de disfrutar ante la orgía mientras acicalaba el pelo rebelde de su felino.

No sé si aquella noche, Nicolás disfrutó de algo más que con las vistas. Lo único que consigo recordar es el estado en que quedó mi cuerpo después de vaciarme dentro de aquella mujer, que ahogó con sus gritos orgásmicos al resto de copartícipes; y el dinero que pagó por mí, y por la gran caja de madera que contenía una buena cantidad de botellas, contenedoras de la concupiscente poción verde.

Se llamaba Ana y fue mi dueña durante los años que siguieron al final de la guerra. Con ella pasé la gran parte de su vida, esclavizado en el lecho, junto a botellas y vasos vacíos; con el único fin de hacerme servir como objeto sexual. Me acomodé a ello, hasta que un día quedó embarazada. La podredumbre de aquella época no ayudó en el parto, quedándose ella en la mesa, sin vida; convirtiendo a un hombre sin libertad en padre.
Me hice cargo del retoño y conseguí escapar, siendo polizón en el transbordador que nos llevó a una nueva vida lejos de aquel mundo sin esperanza.

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