miércoles, 7 de noviembre de 2012

Origami de un cerezo (mes envies de Nothomb)


Ni la publicidad, ni los premios; ni siquiera ser una de las musas para otros escritores, hacen que de su rostro florezca una leve sonrisa. Y allí está ella, observando lo único que es digno de ver florecer: los almendros. Sentada sobre un tronco, a espaldas de su gran amado Fujiyama, recuerda con amargura el último de sus fallidos romances que, como siempre, brota de entre las ramas desnudas, aparece como una ligera mota de algodón, suave e inmaculada, y crece hasta convertirse en una preciosa flor donde se concentra toda la pasión que entrega ciegamente a quien la corresponde. Pero nunca consigue llegar hasta el fruto, pues antes de alcanzar el estado de madurez, el portador de la simiente se marchita fulminante bajo el peso de la popularidad. Y así se siente ella, después de cada libro: sola, rodeada de una multitud a la cual ignora, pues ve como el fruto que realmente aprecia se pudre entre el gentío, biodegradándose hasta desaparecer de su vida.

Una lágrima resbala por su pálida mejilla, precipitándose al vacío, hasta impactar sobre las palabras que acaba de escribir, emborronando la tinta que se licua con la amargura del recuerdo. Observa la gota purpúrea que recorre la hoja hasta ser absorbida por la gran galaxia blanca que apresa entre sus manos, donde escribe su libro más personal. El rastro de esa lágrima se vuelve etéreo, transformándose en la sombra de un pliegue con el que ella recrea en su mente una figura rígida de papel. Y la angustia vuelve en forma del capullo que brotó de las manos de Rinri y la primera vez que le enseñó el arte del origami.

«¿Ves?», le decía el joven, acariciándole las manos. «Todo fluye de la mente, del corazón». La relación se formaba a través de metáforas, ya que los pliegues de ambos lados se juntaban, como sus culturas; se doblaban una y otra vez, como sus vidas; hasta que nacía una bella figura, como su amor.

Daisuki.

Los pasajes entrecortados se aparecían en su mente a velocidad vertiginosa, como fue la relación. Su primera visita a Japón. El día que se presentó en casa de los padres de su futuro alumno de francés. Los paseos por los jardines y el viento que transportaba el aroma de las diferentes flores. La vergüenza del joven al rozar el hombro de ella… La primera vez que de su boca nacía Daisuki.

Daisuki, y los ojos se le llenan de lágrima.

Daisuki, y el temblor de sus labios la ponen nerviosa.

Daisuki…

La escritora dio un respingo cuando el frío viento que descendía del Fujiyama la sorprendió, haciendo revolotear los pliegues del kimono, llevándose la pequeña golondrina de papel que le hacía compañía y le dañaba el corazón cada vez que la observaba y le venía el recuerdo de las cálidas manos de su amado. No hizo nada por verla volar, alejarse, desaparecer; como lo hizo Rinri, dejando en su memoria los restos del polen que ahora escampaba por las amplias llanuras japonesas, hasta donde la vista de ella lograba alcanzar.

«¿Continuará aprendiendo francés?», se preguntaba, articulando con palabras mudas su traducción al idioma nipón.

«Va bien, alors…fais même que moi : Je m’appelle Rinri. Vais y!», y una sonrisa pobre se le escapaba, apenada, al pensar en su primera frase.

Daisuki, aprendió ella en un diccionario.

Daisuki, le sorprendió al joven, una tarde de otoño.

Aishiteru, le contestó él, abrazándola bajo unas sábanas de algodón con amor como única fragancia.

Aishiteru, le dijo por última vez antes de desaparecer de su vida.

Se quedó muda delante de los micrófonos que la apuntaban, viéndole marchar cabizbajo. De nada sirvió esconderle su verdadera identidad, pues quería protegerlo a él, a los dos. Y cuando la publicación de su último libro estuvo al alcance de todos, algunos dedos señalaron hacia una pequeña región de Japón, a las faldas del monte venerado, como refugio de la escritora.

«Maldita sea», se recriminaba una y otra vez.

«No se puede tener todo», le dijo Rinri, mirando al suelo. «Y yo sólo quiero tenerte a ti».

Los ojos de la escritora volvieron a derramar la rabia, la pena, en pequeñas lágrimas salinas que le rallaban los pómulos, penetrando por la comisura de unos labios entreabiertos que susurraban aishiteru al viento, a un rostro incorpóreo que se le aparecía en su imaginación, de perfil anguloso y ojos benévolos, curiosos de vida; y sonrisa sincera.

Aishiteru, y se estremecía al pensar que era él quien lo pronunciaba una vez más.

Aishiteru…

Los Dioses que habitan en la cima del Fujiyama la llaman a voces, transportando en su lengua de viento olores y sonidos, recuerdos. Llevándose a su paso los pensamientos amargos que la atormentan, arrancando de sus manos las hojas del diario que escribe desde el abandono. Otro más. Hojas y hojas, palabras, y frases dolorosas, adornadas con lágrimas que deforman las letras. Hojas que vuelan a su alrededor como pájaros enfadados, como golondrinas de origami, como un amor; y se alejan. Al ponerse en pie, al darse la vuelta, recibe la bofetada de las deidades, secándole la cara con el vendaval que se forma a su alrededor. Extiende las manos hacia los lados y percibe que las amplias mangas del kimono ondean con fuerza, que su pelo se agita fiero. Y al cerrar los ojos se imagina saltando desde la cima, empujada por una mano celestial, y cae al vacío, como sus lágrimas; el viento le golpea la cara, le ciñe el vestido al cuerpo, le extirpa los malos pensamientos.

Aishiteru, escucha.

Aishiteru…

El corazón golpea frenético contra las costillas. Las piernas le tiemblan, no sabe si de nervios, frío o haber escuchado su voz.

Aishiteru, escucha de nuevo.

Y la sonrisa de almendro florece, agrietando los surcos olvidados de sus lágrimas. Al darse la vuelta no ve más que la planicie por donde se deslizan las hojas de su vida, y los surcos que albergan los cerezos que un día vieron nacer su amor, y ahora observan en silencio cómo la locura se apodera de su dueña.

Los cerezos, la única compañía que hasta entonces la escuchaba, se vieron acompañados por un pequeño estanque habitado por dos carpas. Y todo fluía en armonía, pues ellos eran el nacimiento, la vida y la muerte; y ellas la semilla interior del ser que, cuando esté preparado, convertirá en dragón. La escritora las miraba con desdén, viendo sus horribles rostros de largos bigotes. El viento sopló una vez más, aullando entre los árboles, haciendo temblar la superficie del estanque. Todas las fuerzas giraban en torno a ella, pero no comprendía las metáforas que le anunciaban. Sólo veía sombras de las ramas que se proyectaban sobre el agua temblorosa, y las carpas que danzaban juntas, mofándose de ella.

         Más lágrimas que resbalaban.

Más pensamientos dolorosos.

Daisuki.

El viento trajo con él la golondrina de origami, magullada, sucia; y la depositó sobre la superficie del estanque. Una de las carpas giró sobre sí misma y se lanzó en su busca, atrapándola y haciéndola desaparecer en las profundidades.

Aishiteru.

Quizá ya estaba preparada.

Se adentró en la casa, dejando atrás el alboroto de hojas desperdigadas por el campo, como la simiente de su amado, como el recuerdo que arrancará de su interior a golpe de tecla.

Al sentarse, colocó sobre la máquina de escribir una golondrina idéntica, hecha por ella.

Domo arigato gozaimasu, Rinri —pronuncia pausadamente—. Aishiteru.

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